lunes, 5 de agosto de 2013

Turquía (II): Romanos, griegos y un paréntesis aparente


Como decía un tanto elípticamente, el libro de Pamuk ha resultado una lectura un tanto indigesta, pero hay que reconocerle algunos pasajes interesantes (¡qué menos podemos esperarnos de la matraca estambulí de todo un Nobel!). En un capítulo cita al historiador del arte Ruskin, que en un tratado (¡tratado que Pamuk se ha leído!¡estos detalles son los que valen un Nobel!) intenta describir la belleza “pintoresca” frente a la belleza “clásica”, planeada: la primera es casual y aperece alrededor de las ruinas, resultado de su fusión con todo lo que la Historia ha hecho surgir a su alrededor. Pamuk creo que lo menciona a propósito de la imponente muralla de Teodosio, por la que nosotros también paseamos admirando el pintoresco espectáculo resultado de la fusión de tan imponente estructura, que acaso por su legendaria robustez las autoridades locales han decidido dejar que se defienda sola, con las desastrosas casas circundantes, algunas casi chabolas. Metiéndonos por unas callejuelas, intentando seguir el trazado de la muralla, acabamos en una zona con casas de cuatro tablones donde unos simpáticos zagales nos reciben como procede: con extrañeza por la inusual visita, con simpatía (nos presentamos educadamente dándonos la mano) y, al ver que éramos inofensivos, con ganas de tomarnos un poco el pelo. Para neutralizarlos me basta usar dos palabras mágicas: “Real Madrid”. Pero uno de ellos no se aguanta y me replica con una enorme sonrisa: “¡Barcelona!”.

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Hablando de belleza pintoresca o casual, difícilmente podrá superarse la del cielo azul de un día caluroso, de furioso ruido de cigarras, a través de las ventanas de la fachada de la Biblioteca de Celso, en Éfeso. Lo mismo puede decirse del espectáculo que ofrecen las ruinas de Priene, Afrodisia o Mileto. Viajando por la costa turca nos vamos acostumbrando a la fisionomía de los dos tipos de ciudades con las que nos encontramos, las griegas y las turcas. Unas con su acrópolis, su anfiteatro, su ágora (donde, como sabemos, los antiguos practicaban la democracia real ya) pero también con su bouleuterion (que era donde debían de practicar el lo llaman democracia y no lo es); las otras con su descuidado urbanismo de construcciones agolpadas, las efigies de Atatürk y, por supuesto, las mezquitas con sus minaretes (que apuntan al cielo como bayonetas, como bien decían los versos por los que entrullaron a Erdogan). Lo que resulta llamativo es la falta de continuidad entre ambos tipos de ciudad. Es como si en estas tierras la Historia discurrida entre los tiempos de las colonias griegas y romanas y la Turquía moderna se hubiera esforzado en no dejar huellas, a diferencia de lo que vimos en Estambul donde (¡sí, Pamuk, sí!) no se advierte ese paréntesis. Ignoramos su origen o si simplemente se debe a que no somos unos observadores lo suficientemente perspicaces.

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