Como decía un tanto elípticamente, el
libro de Pamuk ha resultado una lectura un tanto indigesta, pero hay
que reconocerle algunos pasajes interesantes (¡qué menos podemos
esperarnos de la matraca estambulí de todo un Nobel!). En un
capítulo cita al historiador del arte Ruskin, que en un tratado
(¡tratado que Pamuk se ha leído!¡estos detalles son los que valen
un Nobel!) intenta describir la belleza “pintoresca” frente a la
belleza “clásica”, planeada: la primera es casual y aperece
alrededor de las ruinas, resultado de su fusión con todo lo que la
Historia ha hecho surgir a su alrededor. Pamuk creo que lo menciona a
propósito de la imponente muralla de Teodosio, por la que nosotros
también paseamos admirando el pintoresco espectáculo resultado de
la fusión de tan imponente estructura, que acaso por su legendaria
robustez las autoridades locales han decidido dejar que se defienda
sola, con las desastrosas casas circundantes, algunas casi chabolas.
Metiéndonos por unas callejuelas, intentando seguir el trazado de la
muralla, acabamos en una zona con casas de cuatro tablones
donde unos simpáticos zagales nos reciben como procede: con
extrañeza por la inusual visita, con simpatía (nos presentamos
educadamente dándonos la mano) y, al ver que éramos inofensivos,
con ganas de tomarnos un poco el pelo. Para neutralizarlos me basta
usar dos palabras mágicas: “Real Madrid”. Pero uno de ellos no
se aguanta y me replica con una enorme sonrisa: “¡Barcelona!”.
***
Hablando de belleza pintoresca o
casual, difícilmente podrá superarse la del cielo azul de un día
caluroso, de furioso ruido de cigarras, a través de las ventanas de
la fachada de la Biblioteca de Celso, en Éfeso. Lo mismo puede
decirse del espectáculo que ofrecen las
ruinas de Priene, Afrodisia o Mileto. Viajando por la costa turca nos
vamos acostumbrando a la fisionomía de los dos tipos de ciudades con
las que nos encontramos, las griegas y las turcas. Unas con su
acrópolis, su anfiteatro, su ágora (donde, como sabemos, los
antiguos practicaban la democracia real ya) pero también con
su bouleuterion (que era
donde debían de practicar el lo llaman democracia y no lo es);
las otras con su descuidado urbanismo de construcciones agolpadas,
las efigies de Atatürk y, por supuesto, las mezquitas con sus
minaretes (que apuntan al cielo como bayonetas, como bien decían los
versos por los que entrullaron a Erdogan). Lo que resulta llamativo
es la falta de continuidad entre ambos tipos de ciudad. Es como si en estas tierras la
Historia discurrida entre los tiempos de las colonias griegas y
romanas y la Turquía moderna se hubiera esforzado en no dejar
huellas, a diferencia de lo que vimos en Estambul donde (¡sí,
Pamuk, sí!) no se advierte ese paréntesis. Ignoramos su origen o si
simplemente se debe a que no somos unos
observadores lo suficientemente perspicaces.
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