lunes, 29 de julio de 2013

Turquía (I): Estambul


Llegada de noche a Estambul, al tradicional barrio de Sultanahmet, que esperamos encontrar tranquilo. Tendríamos razón, claro, si no fuera porque estamos en pleno Ramadán, con el consiguiente jaleo que sigue a la puesta de sol un sábado de julio como éste. Tras movernos con fatiga entre los ríos de gente, logramos dejar las maletas y darnos una vuelta alrededor de la Mezquita Azul. F. dice que el ambiente le recuerda a la Pradera de San Isidro en fiestas, y no le falta razón: vendedores ambulantes de roscas (que no sabemos si son listas o tontas), niños jugando con piedras y familias tranquilamente reunidas sobre grandes mantas, tomando el fresco con una sonrisa. Con el mérito adicional, eso sí, de aguantarse mutuamente sin una gota de alcohol.
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Primero Santa Sofía y después la Mezquita Azul. Imponentes ambas, pero viéndolas en ese orden resulta más evidente la falta de armonía de la primera, resultado de sus superposiciones cristianas y musulmanas y de la mano laica occidentalizadora que decidió que el templo se convirtiera en un museo y resultaran visibles ambas. Otro punto a favor de la Mezquita Azul es que no es un museo: hay simplemente un lugar habilitado para los visitantes, como en tantas mezquitas de la ciudad, en el que simplemente compartimos espacio en silencio con los que allí se reúnen para orar o para recostarse en un rincón fresco y sombrío. En Santa Sofía, sin embargo, todo es un ir y venir de turistas absortos en la audioguía, la lonely y el esmarfón - a la vez, en no pocas ocasiones. Refugiados del frenesí turístico mientras admiramos los espectaculares azulejos de la Mezquita, que a mí me recuerdan a los de casa de mi abuela, se entiende algo más a los religiosos. Y me pregunto si las monumentales inscripciones en árabe que admiramos, y que a nuestros ojos resultan simplemente decorativas, resultarán estridentes para algunos de los que sepan entenderlas.
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Cuando viajas, aquello que crees saber sobre un lugar adquiere una claridad nueva, unos contornos más precisos. Ahí esta la gracia de los viajes, claro. Por ejemplo viajando a Estambul uno entiende por qué llaman así al Cuerno de Oro, y lo entiende cuando se acerca el atardecer y la ciudad es bañada por una luz dorada como yo no he visto nunca en ningún sitio, una luz francamente única e inexplicable (¿qué fue de Rayleigh?). Paseando por Estambul uno se encuentra también con decenas de perros, como advierte Pamuk en su Estambul, ciudad y recuerdos, donde descubro que entre los esfuerzos modernizadores y nacionalistas de la joven República estuvo deshacerse de ellos – sin éxito, a la vista está. La sorpresa, sin embargo, es encontrarse también con gatos por todas partes. Contra el tópico, perros y gatos callejeros parecen llevar una pacífica coexistencia, que parece basarse simplemente en ignorarse mutuamente. Con es actitud quizás estén dando ejemplo a los religiosos y a los laicos de Estambul que contribuyen (cada uno a su modo) con su frenética actividad al bullicio de la ciudad sin prestarse mutuamente demasiada atención. Un frenesí, por cierto, el de la Estambul actual (en cuya silueta compiten las grúas con los minaretes) que no parece dejar lugar para esa melancolía estambuliana de la que tan insistentemente (incluso demasiado insistentemente) habla Pamuk.