Llegada de noche a Estambul, al tradicional barrio de Sultanahmet, que esperamos encontrar tranquilo. Tendríamos razón, claro, si no fuera porque estamos en pleno Ramadán, con el consiguiente jaleo que sigue a la puesta de sol un sábado de julio como éste. Tras movernos con fatiga entre los ríos de gente, logramos dejar las maletas y darnos una vuelta alrededor de la Mezquita Azul. F. dice que el ambiente le recuerda a la Pradera de San Isidro en fiestas, y no le falta razón: vendedores ambulantes de roscas (que no sabemos si son listas o tontas), niños jugando con piedras y familias tranquilamente reunidas sobre grandes mantas, tomando el fresco con una sonrisa. Con el mérito adicional, eso sí, de aguantarse mutuamente sin una gota de alcohol.
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Primero Santa Sofía y después la
Mezquita Azul. Imponentes ambas, pero viéndolas en ese orden resulta
más evidente la falta de armonía de la primera, resultado de sus
superposiciones cristianas y musulmanas y de la mano
laica occidentalizadora que decidió que el templo se convirtiera en un museo y
resultaran visibles ambas. Otro punto a favor de la Mezquita Azul es
que no es un museo: hay simplemente un lugar habilitado para los
visitantes, como en tantas mezquitas de la ciudad, en el que
simplemente compartimos espacio en silencio con los que allí se
reúnen para orar o para recostarse en un rincón fresco y sombrío.
En Santa Sofía, sin embargo, todo es un ir y venir de turistas
absortos en la audioguía, la lonely y el esmarfón - a la vez, en no
pocas ocasiones. Refugiados del frenesí turístico mientras
admiramos los espectaculares azulejos de la Mezquita, que a mí me
recuerdan a los de casa de mi abuela, se entiende algo más a los
religiosos. Y me pregunto si las monumentales inscripciones en árabe
que admiramos, y que a nuestros ojos resultan simplemente decorativas,
resultarán estridentes para algunos de los que sepan entenderlas.
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Cuando viajas, aquello que crees saber
sobre un lugar adquiere una claridad nueva, unos contornos más
precisos. Ahí esta la gracia de los viajes, claro. Por ejemplo
viajando a Estambul uno entiende por qué llaman así al Cuerno de
Oro, y lo entiende cuando se acerca el atardecer y la ciudad es
bañada por una luz dorada como yo no he visto nunca en ningún
sitio, una luz francamente única e inexplicable (¿qué fue de
Rayleigh?). Paseando por Estambul uno se encuentra también con
decenas de perros, como advierte Pamuk en su Estambul, ciudad y
recuerdos, donde descubro que entre los esfuerzos modernizadores y nacionalistas de la joven República estuvo deshacerse de ellos – sin éxito, a
la vista está. La sorpresa, sin embargo, es encontrarse
también con gatos por todas partes. Contra el tópico, perros y
gatos callejeros parecen llevar una pacífica coexistencia, que parece basarse simplemente en ignorarse mutuamente. Con es actitud quizás estén dando ejemplo a los religiosos y a los laicos de
Estambul que contribuyen (cada uno a su modo) con su frenética
actividad al bullicio de la ciudad sin prestarse mutuamente demasiada atención. Un frenesí, por cierto,
el de la Estambul actual (en cuya silueta compiten las grúas con los
minaretes) que no parece dejar lugar para esa melancolía estambuliana de
la que tan insistentemente (incluso demasiado insistentemente) habla Pamuk.