domingo, 11 de septiembre de 2011

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Ya han pasado diez años desde el 11-S y es momento de balances, o así lo parece a juzgar por los medios, que se han lanzado al tema con su entusiasmo habitual. Quizá el mejor balance que he leído del impacto de los atentados es el que hace The Economist, al que poco puedo añadir. De lo que sí puedo hacer un balance más o menos preciso es de cómo el atentado cambió mi forma de ver las cosas.

Creo que cuando vi la explosión en la Torre Sur (recuerdo haberla visto en directo, mientras estaba recogiendo en la cocina, y la cronología parece que lo confirma) fue cuando me di cuenta de que estábamos ante unas horas excepcionales, de las que saldría con muchas incertidumbres y con una sensación predominante: la de que el sistema era vulnerable. A la que siguió, acaso para mi sorpresa, otra, la que dejó una huella más honda: la de que si el sistema es vulnerable, nosotros somos vulnerables. Una sensación que quizás fue tan intensa porque entonces la experimenté por primera vez: así de joven, o de inconsciente, o de estúpido, o de afortunado era yo por entonces.

Así pues, no es de extrañar que desde entonces, mi valoración del sistema (al que podemos llamar algo más ampulosamente la democracia liberal) haya mejorado mucho. Lecturas inmediatamente posteriores, como la de Soldados de Salamina (que pese a sus trucos conservo en mi memoria como un elogio de laa democracia y un homenaje a los que han luchado por ella) o algunos eventos (esa portada de Libération) contribuyeron a afianzarla. Pero esta actitud política se basa en algo más esencial, en algo que para mí resultó inevitable tras los atentados: ante cada propuesta política, o cada evento de la política nacional o internacional, no puedo evitar preguntarme si mejora en algo el (imperfecto, pero razonable) compromiso entre libertad, seguridad y prosperidad (esto sobre todo últimamente) que el sistema nos proporciona; o si propone una solución mejor a las disyuntivas a las que nos enfrentamos (si bien uno de los asuntos más desesperantes del debate político es la incapacidad de algunos para abordarlas sistemáticamente, cuando no se dedican directamente a despacharlas con pases de pecho). Y todo ello sin perder de vista que ahí fuera hay quien estaría encantado de hacernos volver a la Edad Media.

Quizá todo esto pueda resumirse en que simplemente me he hecho mayor, o mejor, que me he hecho conservador. Puede ser. Pero también pienso que los atentados me sirvieron para valorar mejor las virtudes del sistema en el que vivimos. Y esto debería ser la tarea fundamental para un progresista, porque si no ¿cómo podemos saber si un cambio ha supuesto un progreso?

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